
Dr. Serafín Moral Vergas
Médico de familia del centro de salud Cuenca III
EL ESPEJO
-¿Le falta mucho para jubilarse?-. La pregunta ha quedado flotando en mi mente. Contesto esbozando una sonrisa. No tengo respuesta. Me han preguntado otras veces y sospecho, que cada vez, lo harán con más frecuencia. No me he planteado mi futuro. Llevo toda mi vida haciendo lo mismo y, aunque a veces me siento cansado, no sé hacer otra cosa. Pero es evidente que el final se acerca. En alguna ocasión me he puesto a pensar, pero de inmediato, abrumado, he desechado los pensamientos. Me da miedo. La jubilación es la última puerta que cruzaré voluntariamente. Accederé a la antesala de la muerte y la siguiente se abrirá sin mi consentimiento.
-No se jubile que lo necesitamos- Se congratula el paciente, a modo de despedida, antes de salir de la consulta.
El chirrido del teléfono hace que me encasquete los auriculares, los trajeron con la pandemia y se han quedado, pero mi pensamiento sigue atrapado, buscando una respuesta.
-Le llaman de la residencia- . Me dice la administrativa
-Pásame la llamada-, le contesto de forma mecánica. Esas llamadas son de las pocas que atiendo. Si no, no podría trabajar. Desde que el cóvid impuso la tele consulta, muchos pacientes la intentan a su antojo.
-Buenos días doctor, soy la enfermera de la residencia- Reacciono al reconocer su voz.
-Buenos días María, ¿qué tenemos hoy? cuéntame- Con sus llamadas me consulta y me ahorra una salida ó me alerta para que me acuda rápido a atender una urgencia. Aunque para poder ir, a veces, dejo la sala de espera repleta de gente protestando. “A esto no hay derecho. Con el retraso que lleva y se va a la calle”. Les informo antes, pero algunos les es indiferente o piensan que es una excusa para ir a tomar café. La empatía entre médicos y pacientes se ha deteriorado mucho desde la epidemia. Los aplausos de los días del miedo dieron paso a los malos modos. Los usuarios, insatisfechos, descargan contra los profesionales su indignación con unos servicios sanitarios saturados y faltos de personal. La cobertura poblacional crece y los recursos menguan.
-Ha fallecido Primitivo, el interno que teníamos terminal con un cáncer de pulmón- Calla esperando que formule alguna pregunta y ante mi silencio, prosigue.
-Le he realizado un electro y he registrado sus constantes. Necesitamos que venga a reconocerlo y firmar el certificado de defunción para que puedan venir los de la funeraria. A la familia ya le hemos avisado y están de camino. Lo quieren trasladar a su pueblo.- Cabeceo asintiendo. Que eficiente, me digo.
-Vale, me acerco enseguida- Siempre he seguido el consejo de Don Manuel: “nunca firmes un certificado de defunción sin reconocer al fallecido, aunque esperes el desenlace y tengas clara la causa” Me asalta un pensativo. “¿Primitivo?” Mi mente rememora y no tarda en encontrar a otro Primitivo.
Era el uno de julio, mi primer día como sustituto. El pueblo tenía un consultorio con dos médicos y un practicante. Llegué con unos días de antelación para buscar alojamiento, serían dos meses. También para conocer a los compañeros a los que iba a suplir y ver cómo tenían organizado el trabajo. Temía meter la pata.
Llevaba dos horas de consulta, desde las nueve, con la rutina que ya conocía por las prácticas. La diferencia era que, ese día, yo asumía en solitario la responsabilidad de mis actos y de cada receta que firmaba. De momento no había tenido que consultar las guías, el vademécum o los apuntes que había guardado en una habitación adjunta, donde estaba el lavabo y el material de cura, y a la que podía acceder sin levantar recelo en los pacientes que suelen desconfiar de un médico joven imberbe. Las chuletas las camuflé entre los talonarios de recetas y los diversos documentos en el cajón de la mesa. Por suerte, la mayoría venían a por trámites burocráticos: los más a renovar recetas de tratamientos crónicos, otros a por partes de confirmación de bajas laborales, o a por volantes de derivaciones a revisiones de especialistas. Incluso un certificado médico acreditando que el estudiante, al que acaba de conocer, reunía los requisitos que la universidad exigía, y yo ignoraba, para que pudiera tramitar la matrícula. No pude negarme, el plazo cumplía antes de que volviera el médico titular. Además, sabía que se hacía de forma habitual. Se certificaban aptitudes y estados de salud que se desconocían: para matricularse, para 3 opositar, para acceder a un puesto de trabajo, para ser bombero, policía o para jugar al futbol federado.
En la discusión por la herencia, el hijo, encolerizado, tiró de hacha.
Los pocos que acudían con patología no requerían mucha pericia, a saber: diarrea, dolor de garganta, flemón en una muela, conjuntivitis legañosa, dolor artrósico de rodilla, picaduras de insectos o algún lumbago que más que curación buscaba cobertura legal para el escaqueo laboral. La sala de espera rebosaba de gente, se oían sus murmullos y los saludos de los veraneantes recién llegados o de los que entraban a preguntar o pedir el turno.
Algunos esperaban fumando en la calle o charlando en corrillos disputándose las últimas sombras de la mañana. Sus siluetas se perfilaban en la ventana traslúcida que dejaba pasar su parloteo, aunque de vez en cuando, bajaban el tono amonestado por alguno que al salir de la consulta les advertía que dentro se oía todo.
De pronto, la puerta que comunicaba las consultas se abrió y apareció Don Manuel con su corpachón grande y pesado. Antes de comenzar las consultas me dijo que a las once y media haríamos un descanso y subiríamos a su casa a tomar café. Miré el reloj de reojo y vi que no era la hora. Con un gesto y una señal de la mano, sin apenas pronunciar palabra, le indicó al paciente que me acompañaba que nos dejara solos. Al abrir la puerta, cuando salió, oí que en la sala de espera se comentaba alguna noticia de muerte. El rumor era generalizado y más subido de tono. -Ha venido Epifanio el zapatero. Lo ha enviado Teodora, su vecina. Cree que su marido está muerto. El no lo ha visto. Cuando ella ha vuelto de comprar el pan, extrañada de que aún no se hubiera levantado, y como no contestaba, ha subido al dormitorio y lo ha encontrado en la cama. Pero no se mueve. Lo ha mandado a él para que nos llame.- Respiró profundamente y prosiguió con su locución pausada y el deje que pregonaba su origen.
-Como en la sala de espera le han dicho que había un médico nuevo ha pasado a mi consulta, pero es paciente tuyo- Me miraba y yo lo escuchaba atento y nervioso, desde que lo vi entrar sospeché que no me traía buenas noticias.
Me levanté apresurado sin saber muy bien que hacer. Busqué con la mirada el archivador de las historias clínicas y adivinó mis intenciones.
- No hace falta que busques su historia. Primitivo es un cardiópata. Sufrió un infarto hace unos años y sigue fumando. Le sobran treinta kilos, es hipertenso y se toma mal la medicación. No se cuida. Le habrá repetido el infarto-.
Desistí de mi intención y me dispuse a guardar en el maletín el fonendo, el tensiómetro manual, el otoscopio linterna y…le indagé con la mirada.
-No, no tenemos electrocardiograma. Esto es un consultorio local y entre el Insalud y el ayuntamiento se pasan la pelota y no nos suministran nada. Ni la medicación de urgencias. La que tenemos es porque la sacamos de la farmacia chanchullando con las recetas. Pero no te hace falta. No pierdas el tiempo con maniobras de reanimación. A saber el rato que lleva muerto. Seguramente se habrá muerto a madrugada. Su mujer me contó que dormían en habitaciones separadas porque no pegaba ojo con sus ronquidos. Y si sumas el tiempo que ha pasado hasta que lo ha encontrado y ha ido a llamar a Epifanio y éste ha venido y tú vas, cuando llegues puede que este frio- Me instruyó
-Que te acompañe Pepe-
Se giró y se dirigió a él que había entrado en la consulta. – Pepe ya sabes lo que hay que hacer en estos casos. Echas a la gente de la habitación, cierras la puerta y os quedáis los dos a solas con el muerto. Le ayudas. Que lo reconozca. Después os volvéis. El certificado que venga aquí el de la funeraria-.
Pepe asentía con movimientos de cabeza, en la que destacaba su abundante cabellera y un poblado bigote entrecano que me recordaba a los típicos cantantes mejicanos de rancheras. Estaba preparado para acompañarme. Llevaba colgado al hombro su mochila con todo su repertorio de instrumental.
Cuando nos disponíamos a salir, Don Manuel nos aconsejó. -Que os acerqué Epifanio con su coche. Me ha dicho que ha venido con él. Así aligeráis. Además esa calle es muy estrecha y si dejáis vuestro coche en la puerta no puede pasar nadie-
Pepe se adelantó y comenzó a subir las escaleras que daban acceso a la casa de los médicos y nos evitaba tener que cruzar la sala de espera. Cuando yo iba a salir, Don Manuel me mostró un 5 pequeño objeto rectangular.
-Toma, llévate esto que te va a ser muy útil-
Miré sorprendido y lo cogí. Era un pequeño espejo de los que las mujeres solían llevar en el bolso.
-Está muy bien que lo auscultes, que le cojas los pulsos, le mires las pupilas y lo reconozcas, pero no está de más que le pongas este espejo en la boca. Si no se empaña es que no respira-.
Para celebrar mi primer día me invitó a comer en su casa y, mientras degustábamos lacón con grelos, que había preparado su mujer, comentamos las incidencias de la mañana. Me dio consejos y me recordó anécdotas de su larga trayectoria profesional.
Recién licenciado en Santiago de Compostela lo mandaron, de interino, a un pueblo de la Galicia profunda. Un día temprano se presentaron en su consulta varios hombres. Venían de una aldea de su jurisdicción para que firmara el certificado de defunción del tío Abilio. Un nonagenario que andaba muy achacoso y se había muerto de madrugada. Cuando se disponía a coger la pluma, recordó las enseñanzas de su catedrático de medicina legal. Los despachó sin documento. Cuando atendiera los casos más urgentes que aguardaban en la sala de espera, iría a reconocer al fallecido. Los mandaderos se fueron sorprendidos y contrariados.
La aldea distaba más de una hora por caminos donde unas veces el caballo lo llevaba a él y otras él tiraba del cuadrúpedo. Sufrió las inclemencias del tiempo guarecido en el impermeable, a ratos se arrepintió de su decisión. Cuando llegó a la aldea encontró la casa guiándose por el quejido de las plañideras.
En la puerta, un grupo de hombres se repartían en varios corrillos. Lo saludaron con inclinaciones de cabeza y de entre ellos salió uno que se identificó como hijo. Entraron y precavido, esperó hasta que sus ojos se achicaron y con la escasa luz de varias velas y un candil, sorteó entre el murmullo de sus llantos y sus rezos al grupo de mujeres que, enlutadas como cuervos, rodeaban el féretro. Ninguna se levantó de su silla. Y él se acercó como pudo. El muerto estaba amortajado dentro de la caja. ¿Qué podía hacer que justificara el viaje y la encomienda de su oficio? El cadáver ya presentaba el rigor mortis. Y no era cuestión de incomodar a la familia. Se le ocurrió mirarle las pupilas. Sacó la linterna que llevaba en su maletín y, enfocando, retiró hacía atrás la boina que el difunto llevaba calada hasta las cejas. Así descubrió el tajo que le cruzaba la cabeza.
Después supo por el juez, que Abilio discutió con su hijo, con el que vivía, porque quiso cambiar el testamento para no desheredar a los otros hijos que tenía emigrados en Argentina. En la discusión por la herencia, el hijo, encolerizado, tiró de hacha.
Aquel espejo me acompañó durante muchos años y sus consejos nunca los he olvidado.
En Cuenca a 10 de abril de 2025
SERAFÍN MORAL VARGAS
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DOC.6008.062025