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Opinión

Dr. Francisco Martín Ros

Dr. Francisco Martín Ros

Médico de familia del centro de salud zona I de Albacete

LA PRUDENCIA Y LA OBSERVANCIA: HERRAMIENTAS IMPRESCINDIBLES EN NUESTRO DÍA A DÍA


Decía don Santiago Ramón y Cajal, médico español nacido en Petilla de Aragón, especializado en histología y anatomía patológica y Premio Nobel de Fisiología y Medicina en 1906 -compartido con el italiano Camilo Golgi-, que "lo peor no es cometer un error, sino tratar de justificarlo, en vez de aprovecharlo como aviso providencial de nuestra ligereza o ignorancia". Deduzco de lo entrecomillado que, muy probablemente, don Santiago no pertenecía al selecto e inexistente grupo de médicos que nunca se equivocan.

En esta profesión, en la que continuamente se toman decisiones, se está expuesto por acción u omisión, a cometer desaciertos de muy variadas consecuencias.

Lo que a continuación voy a relatar sucedió en un pueblo de la sierra hace muchos años y, aunque no se trata de un error médico sensu stricto, sí que entra en la categoría de conducta inadecuada por mi “ligereza o ignorancia”. Ocurre que a menudo nos enfrentamos a situaciones con una actitud rutinaria, como de simple trámite, cuando la experiencia nos dice todo lo contrario, es decir, que lo más previsible y cotidiano puede cambiar en excepcional si no prestamos en cada uno de nuestros actos la debida atención y el análisis más detallado y oportuno.

Sobre las tres de la tarde de un día de otoño me dieron un aviso a domicilio. Lo daba el marido de una mujer a los que yo desconocía por no pertenecer a mi cupo médico. Al llegar a la casona de planta baja y ver la puerta abierta, costumbre habitual en estos pueblos, pude observar que en el recibidor de la casa había albañiles y pintores en plena faena, montones de grava en el suelo y hasta una hormigonera que no paraba de dar vueltas con estrepitoso ruido.

Lo primero que pensé en buena lógica es que me había equivocado de dirección. Sin embargo, fue poner un pie en la entrada cuando, al instante, uno de los pintores gritó:

– ¡Ya está aquí el médico!

Un muchacho rubio de actitud solícita y rostro pecoso hizo aparición y me condujo hacia donde se encontraba la paciente. Me fue informando en el accidentado trayecto por el interior de la vivienda que se trataba de su madre, quien recientemente había estado ingresada en el hospital comarcal. Tuvimos que sortear bidones de agua, pilas de ladrillos, sacos de cemento, tablones de madera y todo tipo de obstáculos, hasta llegar a una habitación grande, pobremente iluminada y decorada de manera sorprendente: sillas con montones de ropa apilada, una vieja máquina de coser que conoció mejores tiempos, dos bicicletas sin manillar ni sillín, útiles de labranza, enormes cacerolas y sartenes colgadas del techo, una motocicleta “montesa impala”, cubos, trapos, escobas y, por fin, una aparatosa y enorme cama de matrimonio adornada con un cabezal de madera ricamente tallada que le daba al lecho un porte aristocrático.

Mi silencioso estado de asombro y estupefacción por la presencia de tanto cachivache y del desorden imperante en aquella habitación se incrementó repentinamente cuando observé que, en la cama junto a la paciente, y ambos tapados con un grueso edredón, había un hombre de unos 50 años con un gran bigote tras el que escondía una sonrisa entre simpática y displicente.

– Mi mujer -dijo señalándola con un ligero meneo de cabeza-. Salió del hospital hace una semana y lleva un par de días con fiebre.

– ¿Y usted también tiene fiebre? -respondí no dando crédito a lo que veían mis ojos.

– No por Dios. Yo estoy bien, gracias -añadió el hombre con la mayor naturalidad sin darse por aludido ante mi sarcástico comentario.

Una vez más se demostró que la prudencia debe imperar siempre en todos nuestros actos.



Haciendo acopio de una calma que se me escapaba, solicité entonces el informe de alta hospitalario. En ese instante, y como si dispusiese de un resorte, el hombre incorporó levemente la cabeza y gritó:

– ¡Nene, tráele al médico los papeles del hospital!



Los ojos se me salían de las órbitas y ya en ese momento mi atención apuntaba más al cónyuge yaciente que a la propia enferma. ¿Qué clase de marido tiene esta mujer que llama al médico para que la vea y lo recibe acostado con ella en la cama a las tres de la tarde, y encima no para de dar órdenes a voz en grito en vez de colaborar un poco?

Tras la lectura del informe y la exploración pertinente -siempre mirando de reojo al marido- solicité la tarjeta de la Seguridad Social de la paciente. De nuevo, y casi sin darme tiempo a terminar la frase, gritó:

– ¡Nene, tráele al médico la cartilla de tu madre!

No pude callar por más tiempo, pues la actitud de este hombre, a todas luces injustificada, había colmado mi paciencia. Así que, dirigiéndome a él con un indisimulado enojo, le dije:

– ¡Pero hombre de Dios! Haga usted el favor de cooperar un poco, en vez de estar ahí metido en la cama dando órdenes a los demás.

Y fue exactamente en ese momento cuando cometí el error. Una vez más se demostró que la prudencia debe imperar siempre en todos nuestros actos. Porque debí haber sido más observador y haberme fijado en todos los detalles. De haber obrado con menos “ligereza o ignorancia”, como advertía don Santiago, me habría percatado de que, bajo el edredón, donde supuestamente debieran adivinarse sus miembros inferiores, no había nada por la sencilla razón de que se los habían amputado años atrás. Para mi infortunio y vergüenza, cuando caí en la cuenta de mi desafortunado comentario ya estaba escuchando la resignada respuesta de mi atribulado interlocutor:

– No puedo, mire usted, no puedo -dijo señalándose las inexistentes piernas con la sonrisa borrada de sus labios.


Francisco Martín Ros

 

Las opiniones, creencias, o puntos de vista expresados en este artículo son responsabilidad del autor y no necesariamente reflejan los de Boehringer Ingelheim España, S.A

 

DOC.6007.062025

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