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Opinión

Dr. Jesús Monllor Mendez

Dr. Jesús Monllor Mendez

La historia del Doctor Larrey, el primer médico de ambulancias de la historia

Imagine el fragor de una batalla napoleónica: humo, barro, gritos, y miles de hombres tendidos en el suelo contando los latidos que les quedan. En ese infierno, un cirujano menudo con mirada serena ordena acercar unos carruajes ligeros tirados por caballos. No es de los que van a esperan a que acaben los cañonazos… él entra, cura, amputa y, si puede, evacúa. Se llama Dominique-Jean Larrey y, con sus “ambulancias volantes” y su manera de priorizar a los más graves, transformó para siempre la medicina de urgencias.

A finales del siglo XVIII la norma en los ejércitos era cruel por inercia: los heridos quedaban tirados hasta que cesaban los fusiles; si el bando propio vencía, los compañeros los arrastraban a hospitales de campaña situados a kilómetros; si perdían, morían en el campo o eran rematados. Larrey, joven cirujano formado en París y curtido como jefe de cirugía de la Guardia Imperial, vio que esa cadena de tiempos condenaba a quienes podían vivir si recibían atención inmediata. Su solución fue pragmática y audaz: acercar el hospital al frente. Así nació la ‘ambulance volante’, un carruaje ligero, con personal y material para estabilizar y trasladar sin esperar el fin del combate. Fue, en esencia, la considerada primera ambulancia.

La eficacia del sistema quedó clara muy pronto. En 1793, durante la batalla de Metz, las evacuaciones rápidas y la cirugía precoz disminuyeron por primera vez las bajas de forma notable. La idea se consolidó en la campaña de Italia (1796-1797), donde Larrey ganó la admiración personal de Napoleón Bonaparte. Años después, el emperador dejaría escrito en su testamento: “Dejo 100.000 francos a Larrey; es el hombre más virtuoso que he conocido”, frase que acabaría grabada en su epitafio.

El modelo no se resumía solo en un carruaje. Era un concepto operativo. Se basaba en el adelantamiento de recursos, una cadena de evacuación, y un nuevo criterio para decidir a quién atender primero. Hasta entonces, el orden de atención dependía del escalafón o de quién podía volver antes a luchar. Larrey cambió el eje: primero el que más lo necesita. Lo escribió con claridad durante la campaña rusa de 1812: “Aquellos que estén peligrosamente heridos deben recibir la primera atención, sin importar el rango o la distinción… los menos graves pueden esperar”. A esto lo llamó ‘triage’: la clasificación por gravedad que hoy estructura cada puerta de urgencias del mundo.

Su biografía ayuda a entender por qué pudo hacer lo que hizo. Nacido en Beaudéan en 1766, huérfano adolescente, caminó hasta Toulouse para formarse con su tío cirujano; en París completó su aprendizaje con grandes maestros como Desault y ejerció en hospitales antes de enrolarse en el ejército. A partir de 1792 enlazó campañas durante casi dos décadas, de Italia a Alemania y de España a Rusia y Waterloo, cargando a la vez bisturí, cuadernos y un criterio clínico forjado en la realidad extrema. Ese contacto con el dolor masivo no le volvió ajeno al sufrimiento; todo lo contrario, le ganó el apodo de “la providencia del soldado”.

Ese humanitarismo no fue una pose impostada, de hecho, le salvó la vida.


En Egipto (1798-1801) desplegó otro rasgo de su genio: adaptar medios al entorno. Sin caballos disponibles, improvisó ambulancias sobre dromedarios, fundó una escuela de cirugía en El Cairo e impuso normas de higiene que mitigaron las epidemias que diezmaban a las tropas (disentería, peste…).


En plena campaña, además, consolidó su principio humanitario: atender por gravedad, no por bandera. Su reputación cruzó líneas: trató a enemigos y ganó respeto en ambos bandos. A su regreso, Napoleón le nombró barón y cirujano honorífico de su guardia personal.

Ese humanitarismo no fue una pose impostada, de hecho, le salvó la vida. Tras Waterloo (1815), prisionero de los prusianos y condenado a fusilamiento, fue reconocido por el mariscal Blücher, cuyo hijo había sido atendido años antes por el propio Larrey. El mando prusiano lo indultó y facilitó su retorno a territorio neutral.

Larrey no solo operaba y organizaba; también escribía. Sus Mémoires de chirurgie militaire y otras obras (Clinique chirurgicale, tratados sobre oftalmología, fiebre amarilla o cólera) fijaron en papel lo que aprendió a golpe de tambor y metralla. Esa literatura técnico-práctica, nacida del barro de campaña, fue una vía de transferencia hacia la medicina civil, que a lo largo del siglo XIX iría adoptando procedimientos más sistemáticos, higiénicos y científicos.

La herencia operativa de Larrey fue creciendo tras su muerte en 1842. En 1846, el cirujano naval británico John Wilson incorporó la idea de priorizar a quienes tenían mayor probabilidad de supervivencia con el tratamiento disponible. Durante la Guerra Civil estadounidense, Jonathan Letterman profesionalizó el sistema de ambulancias y la atención en primera línea. Ya en el siglo XX, con las guerras mundiales, el triaje se convirtió en la gramática indispensable para manejar avalanchas de víctimas con recursos limitados.

¿Y qué nos puede decir Larrey a los médicos de urgencias de 2025? Tres ideas nucleares. Primera, que la logística salva vidas: acercar recursos al punto de necesidad, reducir tiempos, pensar en cadenas de decisión y no en actos aislados. Segunda, que el triaje no es frialdad administrativa, sino un acto de justicia clínica: asignar la atención en función de la necesidad y el pronóstico es la forma más humana de usar recursos finitos. Tercera, que la ética se prueba en situaciones límite: atender también al enemigo (hoy podríamos decir al desconocido que entra sin nombre) sostiene la confianza social en la medicina. Todo ello Larrey lo desplegó, con medios rudimentarios pero ideas modernas que sientan las bases de lo que hacemos a día de hoy.

El cierre de su vida tuvo incluso un epílogo simbólico. Aunque murió en París en 1842 y fue enterrado en Père-Lachaise, su corazón quedó en la capilla del Hospital Militar de Val-de-Grâce. En 1992, la Sociedad Francesa de Historia de la Medicina cumplió su deseo y trasladó sus restos a Los Inválidos, el mismo complejo monumental donde reposan mariscales y el propio Napoleón. Es difícil concebir lugar más coherente para quien convirtió el campo de batalla en laboratorio de humanidad y justicia.

A veces se dice que Larrey “inventó” la ambulancia y el triaje. Más ajustado sería afirmar que inventó una forma de pensar la urgencia y, sobre todo, poner la vida por encima del rango.

 

Las opiniones, creencias, o puntos de vista expresados en este artículo son responsabilidad del autor y no necesariamente reflejan los de Boehringer Ingelheim España, S.A

 

DOC.6021.102025

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